Durante estos años he constatado que lo común es que existan prácticas educativas individualistas arraigadas en muchos liceos y entre sus profesores, las cuales producen atrofia profesional y dificultan la coordinación en una organización ya de por sí débilmente articulada. Viven aislados, lo que da lugar a la autocomplacencia y potencia situaciones de inmunidad y de impunidad de las que disfrutan muchos de ellos y que obstaculizan cualquier intento de innovación y de cambio. Los hábitos, las tradiciones y las prácticas en las relaciones entre estos docentes entorpecen la colaboración, dado que por ejemplo: identifican la tarea profesional únicamente como la función docente; las instancias directivas y supervisoras tienen la costumbre de admitir y permitir el hecho anterior; existe la tradición de elaborar unos horarios escolares con criterios egoístas que impiden los encuentros, el intercambio y el trabajo colaborativo; existen historias personales anteriores entre docentes, rivalidades o conflictos no resueltos; algunas personas mantienen conductas pasivas por miedo a evidenciar su falta de actualización disciplinaria o didáctica entre los compañeros.
Entonces nos encontramos con un docente aislado, vinculado al sentido patrimonialista de su aula y su trabajo, lo que puede considerarse una de las características más extendidas y más perniciosas para la cultura escolar. El aula es el santuario de los profesores. El carácter sacrosanto que le otorga es un elemento central de la cultura escolar que se preserva y se protege a través del aislamiento del profesor y la vacilación de los padres, directivos y compañeros en su intención de violarla. Este aislamiento se puede presentar como un estado pedagógico, en el que la inseguridad personal o el miedo a la crítica recluyen al docente en los límites de su aula, de su incompetencia y de su previsible arbitrariedad y autoritarismo; o como un aislamiento ecológico, determinado por las condiciones físicas y administrativas que definen su trabajo; o, como un aislamiento adaptativo, concebido como una estrategia personal para encontrar voluntariamente el propio espacio de intervención y protegerlo de las influencias nocivas del contexto. Estos profesores tienen la sensación constante de que no se dispone de tiempo suficiente para afrontar todas las responsabilidades y obligaciones derivadas de las tareas docentes; que el tiempo en el aula pierde importancia y entra en colisión con el dedicado a la preparación de clases, la formación, las reuniones, la elaboración de materiales y las evaluaciones.
Sin embargo, actualmente se tiene cada vez más la seguridad de que la educación es una tarea colectiva. Los estudiantes tienen derecho a recibir una enseñanza de calidad y tal cosa no es posible si entre los profesores no existen planteamientos congruentes y actuaciones solidarias a partir de algunos criterios comunes, pues el hecho de compartir concepciones y convicciones sobre la enseñanza es fundamental para conseguir acciones coordinadas y de calidad. Proporcionar a nuestros estudiantes la educación de calidad que sin duda se merecen, exige que entre las personas que los educamos existan ciertos planteamientos comunes, así como criterios de actuación suficientemente coherentes. Tales requisitos no son posibles sin la adecuada coordinación que proporciona la colaboración a través del trabajo en equipo.
El gran desafío pedagógico de nuestro tiempo no es solo curricular, metodológico o tecnológico. Es, sobre todo, espiritual y político. Necesitamos docentes capaces de sostener la incertidumbre sin ceder al cinismo, directivos que lideren con visión ética y comunidades educativas que encarnen el cuidado mutuo como forma de esperanza colectiva.
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