lunes, 22 de junio de 2020

La nueva confianza

Mucho escuchamos y leímos sobre la necesidad de recuperar la normalidad perdida, también de la necesidad de una nueva normalidad y ahora último, de recuperar la confianza. Si, la normalidad y la confianza que teníamos, que nos teníamos, en la cual vivíamos y convivíamos. Sin embargo, hay malas noticias: a pesar de todos los esfuerzos que se realicen editorializando sobre aquello, no recuperaremos lo que antes teníamos y hemos perdido, porque lo que antes existía y denominábamos como normalidad y confianza, nunca fueron aceptadas como tales sino con altos niveles de imposición; nunca gozaron de la salud suficiente como para ahora extrañar su ausencia y desear su vuelta tal como eran. Así es, la nueva normalidad que por estos días se promueve y profetiza, como la confianza que se espera recuperar, requieren necesariamente de nuevos términos que precisamente den nacimiento a una nueva confianza.

Muchas investigaciones nos han estado señalando que la confianza institucional tiene una estrecha relación con el buen desempeño que se espera de las propias instituciones para satisfacer las demandas de los ciudadanos (Baker, 2008González de la Vega et al., 2010Hiskey & Seligson, 2003Morales Quiroga, 2008Price & Romantan, 2004). Pero también, que la baja confianza institucional se encuentra asociada con la ineficacia del gasto público (Baker, 2008) y con la corrupción, y como un círculo vicioso, fortalece la mala evaluación de la gestión institucional (González de la Vega et al., 2010).

Nada de promisorio para los llamados que se realicen para recuperar las confianzas perdidas si a la vez la ciudadanía no cambia su evaluación de las instituciones que se espera que con su desempeño eficiente, generen confianza e instalen una nueva realidad fundada precisamente en ella. Esto es sumamente importante considerar como condición para la nueva normalidad, pues la confianza es una variable que explica una variedad de fenómenos, como el orden social justo, el orden político participativo, la transparencia de los mercados y de la gestión pública, la equidad en las relaciones laborales, hasta la satisfacción en las relaciones personales. Entonces, si queremos una democracia con instituciones valoradas por la ciudadanía, tenemos que establecer nuevos estándares que nos permitan una evaluación a la luz del grado de satisfacción de las demandas ciudadanas.

Al mismo tiempo, la confianza social es indispensable para el desarrollo de cualquier sociedad ya que posibilita la cohesión social, los procesos de interdependencia, la cooperación, la conexión social, la acción colectiva y la tolerancia entre los ciudadanos (Bakker & Dekker, 2012Delhey, Newton & Welzelc, 2011Reeskens, 2007Rousseau et al., 1998You, 2012). Además, se la concibe como un indicador de desarrollo cívico y se la asocia al crecimiento económico y a una buena gestión gubernamental del país (Bjørnskov, 2012Dingemans, 2010Ferullo, 2004).

Entonces, una nueva confianza se fundará en la contribución para la construcción de relaciones predecibles con uno mismo, con los demás y con las instituciones políticas y sociales, lo cual repercutirá directamente en la calidad de nuestra vida, ya que cuando aprendemos a confiar, al mismo tiempo adquirimos esperanza, lo cual incrementa o disminuye nuestra percepción de vulnerabilidad, constituyendo un indicador emocional del grado de fragilidad con que nos percibimos y de las instituciones y sociedad en que vivimos. A nivel social, la confianza en las instituciones cumple un rol fundamental, ya que condiciona la confianza social de los ciudadanos; cuando las instituciones propician un marco de legalidad, políticas de equidad social y justicia las personas se sienten seguras en sus intercambios con los demás y sus políticas institucionales generan la percepción de que los actores institucionales son capaces de minimizar el oportunismo y fomentan la creencia y la expectativa de que los demás son confiables.

Si las empresas quisieran construir una nueva confianza con los consumidores, deberán hacerlo eliminando la letra chica y el abuso característico en los tiempos de normalidad; si los políticos quisieran una nueva confianza con sus electores, tendrán que hacerlo con transparencia y coherencia entre su discurso y sus actuaciones; si los empleadores quisieran  una nueva confianza de sus trabajadores, deberán compartir los riesgos y beneficios de la gestión empresarial. El mejor ejemplo de esa nueva confianza nos la están dando los profesionales de la salud durante estos días: cuando concurren a salvar a quienes se han contagiado, comparten el riesgo con sus pacientes, cuando los salvan de morir les aplaudimos y agradecemos, pero cuando no lo logran, también valoramos el esfuerzo que realizan para evitar el contagio y la muerte, porque antes se han comprometido en lograrlo.

¿Seguimos compitiendo o comenzamos a cooperar?

El neodarwinismo sostiene las teorías de la evolución vía selección natural, desecha las cláusulas lamarckianas y asume un concepto poblacional, plantea la evolución como un proceso de cambio gradual de las frecuencias génicas en el seno de las poblaciones, cuyos mecanismo motores son la mutación, la migración, la deriva génica y la selección natural.

Sin embargo, sabemos que las mutaciones genéticas son incapaces por sí solas de producir cambios direccionales o de anular efectos selectivos, además de tener efectos desorganizadores, como también que el ADN es extremadamente estable, sus mecanismos de revisión y reparación de errores son altamente eficaces por lo que no hay tiempo material en la historia de la evolución para que las mutaciones hayan proporcionado el material para la enorme variabilidad presente. La migración tiene repercusiones biológicas al producirse aislamientos que pueden generar divergencias, pero también es insuficiente para explicar el conjunto de la evolución. La deriva génica, como cambio aleatorio en las frecuencias génicas de una población pequeña y genéticamente aislada, explica la variabilidad de las poblaciones, pero no es extrapolable a la escala evolutiva. La selección natural es la responsable de canalizar los cambios introducidos por las mutaciones en función de la mortalidad y la fecundación diferencial, pero su capacidad de actuación se limitaría a lo que la propia palabra indica: “selección”, por lo que el establecimiento en la población de los alelos más aptos, significaría encontrar un elevado grado de homocigosis (copias similares) en la naturaleza, pero esto no es así.

Sabemos que toda actividad mental se efectúa en un contexto social y que toda obra científica está sometida a dichas influencias culturales, recordemos que el propio Darwin reconoce la influencia que ejercieron sobre él los escritos de Malthus y que su Teoría de la Evolución es, en esencia, la teoría económica de Adam Smith transferida a la naturaleza. De este modo, extrapoló la “ley de la competencia” que gobierna en el libre mercado, al mundo natural. La teoría “científica” de Adam Smith establece que es el egoísmo individual el motor de las relaciones y de los comportamientos humanos. Darwin aunó esta idea, con las de la lucha (léase competencia) por la supervivencia (Malthus) y las proyectó al comportamiento de la naturaleza, dibujando así un panorama de lucha encarnizada entre los individuos para sobrevivir y así evolucionar. Por lo tanto, la teoría en la que se fundamenta la biología evolutiva es hija de una serie de circunstancias ideológicas de una época y una sociedad concretas, y no una firme verdad como se pretende hacer creer.

Las consecuencias sociales, culturales y filosóficas de esta visión han sido catastróficas para la humanidad permitiendo que muchos hayan asumido que su vida es una perpetua lucha con sus semejantes y que las injusticias individuales y sociales son una consecuencia necesaria e inevitable de la selección natural, porque hemos justificado la economía, la política y la sociedad, a pesar que cada vez se hace más evidente que no sólo la competencia no predomina en la naturaleza, sino que nuestra vida en la tierra es absolutamente incompatible con esta visión. Así nos hemos mantenido en un círculo vicioso de los acontecimientos históricos, cuyo predomino de una mentalidad competitiva nos está destruyendo, pero también nos ciega para ver la salida de este verdadero bucle mental.

En efecto, la teoría más aceptada sobre el orígen de la vida en la tierra nos dice que una serie de moléculas orgánicas habían podido evolucionar reuniéndose para formar sistemas que fueron haciéndose cada vez más complejos, surgiendo las células eucariontes por asociación cooperativa entre bacterias y quedando sometidos a las leyes de la evolución. Por tanto, desde el origen, ningún organismo viviente es independiente, todos forman parte de la red de interacciones nutritivas y el intercambio energético multidireccional es el telón de fondo en el que surge y evoluciona la vida hasta nuestros días; a partir de ahí, los organismos existen porque interaccionan, ningún ser vivo (y por tanto ninguna especie) sobrevive si no interacciona, si no coopera, y que en lugar de la lucha, es la cooperación quien conduce al desarrollo de las facultades intelectuales y de las cualidades morales que aseguran a tal especie las mejores oportunidades de vivir y propagarse, demostrando que de ninguna manera los "más aptos" son físicamente más fuertes, más astutos o más hábiles, sino aquellos que mejor saben unirse y apoyarse, tanto los fuertes como los débiles, para el bienestar de toda su comunidad, espacio en el cual se reune la mayor cantidad de miembros que simpatizan entre si y que dejarán una mayor cantidad de descendientes.

La sociabilidad, la comunicación y la capacidad de vivir en grupos, de transmitir conocimientos a las generaciones sucesivas constituyen la esencia de la cooperación, práctica cultural que permitió al ser humano sobrevivir a las adversidades de la naturaleza, a pesar de la fragilidad de su organismo, justamente por tener la capacidad de sociabilizar y transmitir cada una de sus experiencias a las generaciones posteriores, que las perfeccionan y crean sobre lo creado. Sin embargo, hoy en día, aquello que posibilitó la continuidad de la especie humana pasa a ser una amenaza en su aspecto individual: el ser humano teme, agrede y compite con el otro de su propia especie; la interacción social da lugar a la tensión social.

Sócrates dijo que “la ciencia consiste más en destruir errores que en descubrir verdades”. A lo largo de su historia la humanidad ha ido destruyendo “creencias” anteriores y moldeando nuevas, algunas asumidas como verdaderos traumas. Ortega y Gasset escribió que “la ciencia es todo aquello sobre lo que siempre cabe discusión”, hoy algunos historiadores y filósofos nos han estado adviertiendo que no es la primera vez que sucede, que se pueden distinguir algo así como “ciclos de racionalidades”. Tal vez este es uno de esos momentos coyunturales de la historia en el cual desechamos la racionalidad competitiva y nos reencauzamos para volver a ser mas cooperativos, solidarios y compasivos, valores y prácticas que nos permitirán tener esperanza, sobrevivir y, al mismo tiempo, enseñanzar y transmitir estos principios a las nuevas generaciones.

Las oportunidades de esta crisis