En mis 16 años de vida profesional, los últimos seis los habré cumplido en el Ministerio de Educación. He sido testigo de los grandes cambios que han experimentado nuestro país y nuestras escuelas, de los mejoramientos en la infraestructura y equipamiento escolar, de la mayor asistencialidad y apoyo a los estudiantes en todos los niveles del sistema, de las luchas y mejoras que han experimentado los profesores tanto en condiciones de desempeño como en retribuciones y reconocimientos, del aumento de recursos para la inversión y para la gestión de las instituciones educativas, de la ampliación de la libertad de los padres para elegir la educación que aspiran para sus hijos y de las posibilidades para realizar ofertas educativas atractivas a las demandas de las familias y los jóvenes especialmente. Así, han aumentado las cifras de cobertura en todos los niveles educativos, siendo similares a muchos países desarrollados; hemos disminuido la deserción y la repitencia escolar, ha aumentado la asistencia a las escuelas; estamos incrementando nuestros niveles de escolaridad en todos los grupos etáreos y niveles socioeconómicos: los pobres y las mujeres han sido quienes más se han beneficiado de esta política educativa expansiva.
Pero no estamos satisfechos, a pesar de todas las bondades concretadas en beneficios reales para grandes grupos de chilenos tradicionalmente excluidos de los beneficios de la educación. En efecto, al final del día pareciera que la calidad y la equidad fueran incompatibles, aún cuando creo que de hecho no es posible alcanzar una enseñanza de calidad para todos, organizándola en vías paralelas y segregadas en función de determinadas características del alumnado y sus familias. Creo que sería contradictorio hablar de enseñanza de calidad si no preparase a los futuros ciudadanos para el aprendizaje de valores fundamentales para nuestra convivencia, como son el respeto, la solidaridad o la tolerancia. Estos últimos años nos hemos visto exigidos a tener una escuela “eficaz”, que como en una especie de nuevo taylorismo educativo, los “diversos” no tienen cabida. Entonces, le hacemos correcciones al modelo, pero que en lo fundamental, seguimos teniendo establecimientos escolares destinados a la capacidad de compra de las familias, con efectos secundarios como el etiquetando de los alumnos y la disminución de las expectativas que los profesores tienen sobre ellos. Si seguimos de esta manera haciendo las cosas, es altamente probable que nuestra sociedad futura ya no sea de tres clases sociales tradicionales (alta, media y popular), por que nuestro sistema educativo habrá generado una estructura social distinta a partir de la configuración del actual sistema educacional: A, B, C, D y E. Claramente definido no sólo por sus requisitos de pertenencia, sino también por los resultados educativos de las escuelas a las cuales están asistiendo sus hijos.
El gran desafío pedagógico de nuestro tiempo no es solo curricular, metodológico o tecnológico. Es, sobre todo, espiritual y político. Necesitamos docentes capaces de sostener la incertidumbre sin ceder al cinismo, directivos que lideren con visión ética y comunidades educativas que encarnen el cuidado mutuo como forma de esperanza colectiva.
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