Probablemente el primer académico que estudió la desigualdad desde un punto de vista empírico y crítico fue Aristóteles, quien afirmó que “en todos los Estados el cuerpo de ciudadanos puede ser dividido en tres partes: los muy ricos, los muy pobres y la clase media, la cual forma la mayoría”. La justicia, según este filósofo, “se encuentra en la distribución de honores, bienes materiales o cualquier cosa que pueda ser repartida entre aquellos que participan en el sistema político”. Desde educación se reparten los bienes de la cultura y del conocimiento, bienes claves para tener éxito en la sociedad que estamos diseñando. Por lo tanto, adquiere especial relevancia quien toma las decisiones. Propongo que evaluemos cómo estamos y cuánto ha contribuido la educación para mejorar la distribución de los recursos en nuestro país. En principio, quiero señalar cuatro ámbitos de análisis:
· Igualdad de acceso: las probabilidades de que un niño o niña, joven o adulto de diferente grupo social ingrese al sistema escolar. Este ámbito lo tenemos resuelto: acceso universal en la enseñanza básica y media, y la educación superior avanza hacia niveles satisfactorios.
· Igualdad de supervivencia: la probabilidad que tienen las personas pertenecientes a diferentes grupos sociales de estar en el sistema escolar a determinado nivel. Para conseguirla, hay que pensar en la no desigualdad de medios e incluso en equidad de medios; lo que significa por ejemplo que los alumnos de diferentes grupos culturales tengan materiales didácticos no demasiados alejados de su contexto, o que los alumnos reciban una atención diferenciada en función de sus necesidades. Esto lo hemos abordado recientemente con programas focalizados y especiales: P-900, Básica Rural, Interculturalidad, Becas y Asistencialidad Escolar, subvención diferenciada. Estamos colocando más recursos donde más se necesitan.
· Igualdad de resultados: la probabilidad que tienen sujetos de diferentes grupos sociales –escolarizados en determinado nivel educativo- de aprender lo mismo; es decir; que las puntuaciones de una prueba de rendimiento- como el SIMCE- se distribuyan de forma similar en cada grupo social. Aquí tenemos deuda con los más pobres, los resultados nos señalan que mientras mayores son los recursos socioculturales de las familias, mayores son los puntajes obtenidos por sus hijos en las evaluaciones escolares.
· Igualdad de consecuencias: se entiende por tal, las probabilidades que sujetos de diferentes grupos sociales tienen de acceder a similares niveles de vida como consecuencia de sus resultados escolares. Es decir, tener salarios análogos, trabajos de estatus parecido, igual acceso a puestos políticos, entre otros. Este concepto relaciona al sistema educativo con la vida adulta y con el mercado laboral; y obviamente su consecución no es responsabilidad única del sistema educativo. Ámbito en el cual recientes estudios en Chile demuestran la predominancia del clasismo y no de la meritocracia que todavía es una excepción.
Esta breve reflexión nos lleva a pensar que tanto la igualdad, como la calidad, es una utopía, tan inalcanzable como necesaria para un Chile mejor.
El gran desafío pedagógico de nuestro tiempo no es solo curricular, metodológico o tecnológico. Es, sobre todo, espiritual y político. Necesitamos docentes capaces de sostener la incertidumbre sin ceder al cinismo, directivos que lideren con visión ética y comunidades educativas que encarnen el cuidado mutuo como forma de esperanza colectiva.
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