martes, 28 de julio de 2020

La codicia de la élite

En el libro Por qué fracasan los países Daron Acemoglu y James A. Robinson (2012: 25), nos cuentan que en sus primeros intentos de asentamiento los españoles en el Río de la Plata se encontraron con la fuerte resistencia de los pueblos cazadores-recolectores charrúas y querendíes, por lo que siguieron aguas arriba del Paraná buscando una ruta hacia los incas. En el trayecto se encontraron con los guaraníes, quienes ya eran un pueblo sedentario de economía agrícola, luego de un breve conflicto, fundaron Asunción, se casaron con sus princesas y establecieron una nueva aristocracia, reemplazando a la oligarquía dirigente, manteniendo y reforzando las prácticas del trabajo forzado y pago de tributos que tenían los guaraníes, pero ahora en su propio beneficio.

Nuestra élite ha diseñado una estrategia de cierre social a través del poder que le otorga el capital económico, negando la posibilidad de competir en igualdad de condiciones a los demás
Lo anterior que pudiera ser una anécdota histórica, en realidad respondía a una estrategia de los conquistadores, pero que, por sobre todo, tendría fuertes consecuencias que perduran hasta el día de hoy en la estructura social de nuestros países. Luego de un período inicial de saqueo del oro, la plata y las piedras preciosas y de destrucción de las jerarquías aborígenes, los españoles crearon una serie de instituciones que perfeccionaron la explotación de los pueblos indígenas, iniciando un ciclo interminable de desigualdad que ha llegado hasta nuestros días en América Latina.
La constitución de la aristocracia terrateniente tuvo una carácter hegemónico, lo que les permitió, con relativa facilidad, crear sus propias reglas de propiedad y comercio primero, que tradujeron luego en instituciones políticas de distribución del poder, las que posteriormente heredaron los dirigentes de la nueva república, quienes, hábilmente, a través de una serie de compromisos, han logrado incorporar y cooptar a los nuevos ricos surgidos de la minería, el comercio, la banca y la industria.
Si bien una de las condiciones para alcanzar la prosperidad es la existencia de instituciones adecuadas, que favorezcan el crecimiento y otorguen estabilidad, también es necesario que tengan la capacidad para adecuarse a las exigencias de cambios sociales, aunque lo común es la tendencia a dormirse en laureles o a sostenerse en espurios pactos con sectores de las oligarquías dominantes. Ahí hemos tenido el ejemplo del poder judicial y sus instituciones auxiliares, que tanto ha costado reformarlas.
En este sentido, muchas de las instituciones que no leen adecuadamente las exigencias por cambios más inclusivos, tienden a ser ellas mismas generadoras de conflictos y disputas entre la élite que quiere mantenerlas y las mayorías que exigen cambios. Es el caso de la oligarquía terrateniente, la cual, si en el siglo pasado hubiera entendido que la modernización de la agricultura implicaba la división de la propiedad parasitaria de la tierra, tal vez ellos mismos hubiesen sido protagonistas de la modernización de nuestra agricultura, de la dignificación del campesinado y haber contribuido a mayores niveles de inclusión social y política en el país. Ello no pudo ocurrir porque es común que en todas las sociedades los poderosos tengan la tendencia a aglutinarse para acceder al control del gobierno, menoscabando el progreso social a favor de su propia codicia. Estando en el gobierno, manipulan las reglas para beneficiarse en detrimento de la mayoría y mientras son más homogéneas, tienden a prolongar los conflictos con el ánimo de mantener los beneficios que su posición les otorga. Esto explica la reacción desmedida y exagerada por mantener a las AFP en nuestro país.
En efecto, nuestra élite ha diseñado una estrategia de cierre social a través del poder que le otorga el capital económico, negando la posibilidad de competir en igualdad de condiciones a los demás, lo que constituye una práctica cada vez más compleja si se considera que en la actualidad se ha buscado precisamente abolir estos mecanismos de distinción, promoviendo un sistema de competencia basado en valores universales como la meritocracia y la igualdad de oportunidades. Sin embargo, los niveles de endogamia y las estrechas relaciones familiares entre los dueños y los altos ejecutivos de las mayores empresas, bancos y corporaciones comerciales e industriales del país, parecen probar este supuesto, en la medida que, el valor de los apellidos y la familiaridad, siguen siendo criterios relevantes al momento de realizar una contratación o ampliar las redes de parentesco.
En cambio, las élites con intereses heterogéneos, se contradicen, y ello les obliga a construir un sistema de reglas más equitativo, porque cuando perciben que no pueden dominar a la mayoría y garantizarse una ventaja de largo plazo para si mismos, predomina la preferencia por negociar reglas justas y equitativas. Esto es lo que no es la élite chilena, la cual desde su constitución, siempre ha estado dispuesta a llevarnos al limite del conflicto: 1891, 1924, 1973, 1988. De no cambiar su disposición, 2021 será el próximo.
Daron Acemoglu y James A. Robinson (2012: 440) sentencian que “los países se convierten en Estados fracasados no por su situación geográfica ni su cultura, sino por el legado de las instituciones extractivas, que concentran el poder y la riqueza en aquellos que controlan el Estado, lo que abre el camino a los disturbios, las contiendas y la guerra civil”. Dios nos pille confesados.
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