Vivimos
una coyuntura electoral particularmente elocuente sobre el estado de salud de nuestra
democracia. La polarización entre las candidaturas ubicadas en los polos
ideológicos -una extrema derecha que reivindica orden y soberanía como ejes
civilizatorios, y una extrema izquierda desdibujada que levanta (aun cuando sea
poco creíble) un tímido programa de transformación estructural del modelo
económico y político- ha instalado la sensación de que estamos frente a algo
más que una elección presidencial ordinaria. Lo que se disputa es, al menos
simbólicamente, la continuidad o reemplazo del paradigma democrático-liberal-socialdemócrata
que, con todas sus imperfecciones, ha ordenado la vida política nacional desde
1990.
Diversos
autores han advertido que las democracias contemporáneas atraviesan un proceso
de desgaste en su legitimidad representativa como consecuencia de la
desconexión entre las expectativas ciudadanas y las capacidades reales de sus
sistemas políticos (Mounk, 2018. El
pueblo contra la democracia: Por qué nuestra libertad está en peligro y cómo
salvarla); Levitsky
& Ziblatt, 2018. Cómo mueren las democracias). Este fenómeno no sería
ajeno en nuestro país. La transición
pactada, el crecimiento económico sostenido y la ampliación de derechos
sociales generaron durante dos décadas, una narrativa de progreso que sostuvo
la legitimidad del orden institucional. Sin embargo, el ciclo de protestas que
culmina con el estallido social de 2019 reveló una fractura acumulada en torno
a desigualdades persistentes, percepciones de abuso y un sentimiento
transversal de exclusión política.
Ante
esta erosión de confianza, algunos sectores ciudadanos parecen mostrar una
revalorización de formas de autoridad más verticales. Mounk (2018) documenta
cómo, en distintos países, aumenta la proporción de ciudadanos que aceptan
“gobiernos fuertes” que no se someten a controles institucionales. Algo similar
ocurre con la noción de democracia liberal, donde si bien las personas siguen
valorando una idea abstracta de democracia, muestran menor adhesión a los
principios que la sostienen -separación de poderes, respeto de minorías,
interdependencia entre libertad y pluralismo (Norris & Inglehart, 2019.
Reacción cultural: Trump,
Brexit y populismo autoritario).
Nuestro país no parece ser inmune a este patrón global.
El
actual escenario electoral no se explica únicamente por dinámicas ideológicas.
Diversos factores estructurales han configurado un ecosistema emocional y
político propicio para discursos maximalistas. En primer lugar, la inseguridad
delictual se ha convertido en el principal problema público, la violencia del
crimen organizado, la percepción de descontrol territorial y la sensación de
que las instituciones no son capaces de proteger a la ciudadanía han generado
un clima de miedo que, como sostienen Waisbord y Amado, ((2017). Comunicación populista por medios
digitales: el Twitter presidencial en América Latina), favorece narrativas políticas que
prometen respuestas rápidas, decididas y, en ocasiones, ajenas al debido
proceso democrático.
En
segundo lugar, la inmigración masiva -particularmente en el norte del país- ha
sido leída por sectores sociales como un desborde institucional y cultural.
Aunque la evidencia muestra que los flujos migratorios no determinan por sí
solos el apoyo al extremismo, sí lo hacen cuando interactúan con percepciones
de crisis económica y de amenaza identitaria (Eatwell & Goodwin, 2018.
Nacionalpopulismo: La
rebelión contra la democracia liberal).
El bajo crecimiento y las presiones inflacionarias completan el cuadro. Como
han demostrado Stiglitz (2019, La desigualdad es el problema, en la obra
colectiva El síntoma Trump), y Piketty (2020. Capital e Ideología), en contextos donde el bienestar
material se estanca y la desigualdad persiste, aumenta la desconfianza en la
capacidad del modelo vigente para generar prosperidad compartida. Esta
frustración abre espacio a liderazgos que prometen rupturas radicales con el
consenso económico y político previo.
A
lo anterior se suma la progresiva degradación del lenguaje político, fenómeno
ampliamente estudiado en sociedades polarizadas (Moffitt, 2016, El ascenso global del populismo.
Performance, estilo político y representación). En nuestro país, los liderazgos -con escasas
excepciones- han contribuido a una atmósfera de sospecha permanente,
descalificación personal y construcción del adversario como “enemigo” de la patria
o del pueblo. Este clima discursivo ha erosionado la capacidad para construir
acuerdos y ha reforzado la narrativa de que la política tradicional está
agotada o capturada por los intereses corporativos. A ello han contribuido los
medios de comunicación tradicionales y sus rostros en aras de figuración y
relevancia pública, lo cual se ha amplificado en las redes sociales.
Cuando
la conversación pública deja de estructurarse en torno a argumentos y se
desplaza hacia afectos negativos -ira, indignación, resentimiento- la
deliberación democrática se vuelve inviable y las instituciones pasan a
percibirse como obstáculos para resolver problemas urgentes, más que como
garantías para preservar la convivencia en medio de la diversidad. Así, el
dilema que enfrenta nuestro país no es simplemente programático, lo que implica
preguntarse si estamos dispuestos a redefinir los parámetros básicos del orden
democrático. ¿Es viable una democracia más plebiscitaria, con liderazgos
fuertes y capacidad de acción rápida? ¿Puede sostenerse un proyecto de
transformación económico social en un contexto de polarización y desconfianza?
La
literatura comparada advierte que, cuando la democracia pierde su capacidad de
producir resultados y proteger a las personas en su vida cotidiana, los
ciudadanos suelen preferir opciones que prometen eficacia por sobre
deliberación (Foa & Mounk, 2016. El
peligro de la desconsolidación: la desconexión democrática). Sin embargo, la experiencia
histórica sugiere que los atajos autoritarios rara vez conducen a sociedades
más justas o estables. Entonces, lo que está en juego en esta elección no es
solo qué proyecto político gobernará los próximos años, sino qué tipo de
democracia desea conservar o transformar nuestro país. Entre el descontento
social, la inseguridad, la migración, el estancamiento económico y la
crispación del lenguaje político, el país se encuentra en un punto de inflexión,
y la pregunta es si esta tensión derivará en una actualización creativa de la
democracia liberal -más inclusiva, eficaz y protectora- o si abrirá la puerta a
fórmulas que, en nombre de la urgencia, debiliten los cimientos institucionales
que han sostenido tres décadas de estabilidad.
https://opinion.cooperativa.cl/opinion/politica/chile-ante-el-dilema-electoral-entre-los-extremos/2025-12-03/065714.html
https://elquintopoder.cl/politica/chile-ante-el-dilema-electoral-entre-los-extremos/