martes, 28 de julio de 2020

La codicia de la élite

En el libro Por qué fracasan los países Daron Acemoglu y James A. Robinson (2012: 25), nos cuentan que en sus primeros intentos de asentamiento los españoles en el Río de la Plata se encontraron con la fuerte resistencia de los pueblos cazadores-recolectores charrúas y querendíes, por lo que siguieron aguas arriba del Paraná buscando una ruta hacia los incas. En el trayecto se encontraron con los guaraníes, quienes ya eran un pueblo sedentario de economía agrícola, luego de un breve conflicto, fundaron Asunción, se casaron con sus princesas y establecieron una nueva aristocracia, reemplazando a la oligarquía dirigente, manteniendo y reforzando las prácticas del trabajo forzado y pago de tributos que tenían los guaraníes, pero ahora en su propio beneficio.

Nuestra élite ha diseñado una estrategia de cierre social a través del poder que le otorga el capital económico, negando la posibilidad de competir en igualdad de condiciones a los demás
Lo anterior que pudiera ser una anécdota histórica, en realidad respondía a una estrategia de los conquistadores, pero que, por sobre todo, tendría fuertes consecuencias que perduran hasta el día de hoy en la estructura social de nuestros países. Luego de un período inicial de saqueo del oro, la plata y las piedras preciosas y de destrucción de las jerarquías aborígenes, los españoles crearon una serie de instituciones que perfeccionaron la explotación de los pueblos indígenas, iniciando un ciclo interminable de desigualdad que ha llegado hasta nuestros días en América Latina.
La constitución de la aristocracia terrateniente tuvo una carácter hegemónico, lo que les permitió, con relativa facilidad, crear sus propias reglas de propiedad y comercio primero, que tradujeron luego en instituciones políticas de distribución del poder, las que posteriormente heredaron los dirigentes de la nueva república, quienes, hábilmente, a través de una serie de compromisos, han logrado incorporar y cooptar a los nuevos ricos surgidos de la minería, el comercio, la banca y la industria.
Si bien una de las condiciones para alcanzar la prosperidad es la existencia de instituciones adecuadas, que favorezcan el crecimiento y otorguen estabilidad, también es necesario que tengan la capacidad para adecuarse a las exigencias de cambios sociales, aunque lo común es la tendencia a dormirse en laureles o a sostenerse en espurios pactos con sectores de las oligarquías dominantes. Ahí hemos tenido el ejemplo del poder judicial y sus instituciones auxiliares, que tanto ha costado reformarlas.
En este sentido, muchas de las instituciones que no leen adecuadamente las exigencias por cambios más inclusivos, tienden a ser ellas mismas generadoras de conflictos y disputas entre la élite que quiere mantenerlas y las mayorías que exigen cambios. Es el caso de la oligarquía terrateniente, la cual, si en el siglo pasado hubiera entendido que la modernización de la agricultura implicaba la división de la propiedad parasitaria de la tierra, tal vez ellos mismos hubiesen sido protagonistas de la modernización de nuestra agricultura, de la dignificación del campesinado y haber contribuido a mayores niveles de inclusión social y política en el país. Ello no pudo ocurrir porque es común que en todas las sociedades los poderosos tengan la tendencia a aglutinarse para acceder al control del gobierno, menoscabando el progreso social a favor de su propia codicia. Estando en el gobierno, manipulan las reglas para beneficiarse en detrimento de la mayoría y mientras son más homogéneas, tienden a prolongar los conflictos con el ánimo de mantener los beneficios que su posición les otorga. Esto explica la reacción desmedida y exagerada por mantener a las AFP en nuestro país.
En efecto, nuestra élite ha diseñado una estrategia de cierre social a través del poder que le otorga el capital económico, negando la posibilidad de competir en igualdad de condiciones a los demás, lo que constituye una práctica cada vez más compleja si se considera que en la actualidad se ha buscado precisamente abolir estos mecanismos de distinción, promoviendo un sistema de competencia basado en valores universales como la meritocracia y la igualdad de oportunidades. Sin embargo, los niveles de endogamia y las estrechas relaciones familiares entre los dueños y los altos ejecutivos de las mayores empresas, bancos y corporaciones comerciales e industriales del país, parecen probar este supuesto, en la medida que, el valor de los apellidos y la familiaridad, siguen siendo criterios relevantes al momento de realizar una contratación o ampliar las redes de parentesco.
En cambio, las élites con intereses heterogéneos, se contradicen, y ello les obliga a construir un sistema de reglas más equitativo, porque cuando perciben que no pueden dominar a la mayoría y garantizarse una ventaja de largo plazo para si mismos, predomina la preferencia por negociar reglas justas y equitativas. Esto es lo que no es la élite chilena, la cual desde su constitución, siempre ha estado dispuesta a llevarnos al limite del conflicto: 1891, 1924, 1973, 1988. De no cambiar su disposición, 2021 será el próximo.
Daron Acemoglu y James A. Robinson (2012: 440) sentencian que “los países se convierten en Estados fracasados no por su situación geográfica ni su cultura, sino por el legado de las instituciones extractivas, que concentran el poder y la riqueza en aquellos que controlan el Estado, lo que abre el camino a los disturbios, las contiendas y la guerra civil”. Dios nos pille confesados.
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sábado, 18 de julio de 2020

La pérdida del rito

El filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han nos había llamado la atención al señalar que estábamos en riesgo de perder los ritos que le otorgaban significado a nuestra vida comunitaria, aquellos que la pandemia global está atacando. El riesgo es evidente, pues los ritos no solamente nos permiten reconocernos como parte de una comunidad, sino que “transmiten y representan aquellos valores y órdenes que mantienen cohesionada una comunidad”. Recientemente ha insistido al señalar que “La crisis del coronavirus ha acabado totalmente con los rituales. Ni siquiera está permitido darse la mano. La distancia social destruye cualquier proximidad física. La pandemia ha dado lugar a una sociedad de la cuarentena en la que se pierde toda experiencia comunitaria” (La Semana: Byung-Chul Han).

De ser efectivo lo anterior, es decir, de estar ocurriendo la desaparición permanente de estas acciones simbólicas que representan valores y órdenes que mantienen la cohesión, estaríamos asistiendo a la desintegración de aquellas comunidades que han fundado su identidad en la fortaleza de sus ritos, especialmente aquellas que han resistido los procesos de globalización y los han levantado como distinciones culturales que han permitido la viabilidad de sus instituciones, pero que han permitido a su vez constituir una memoria comunitaria, como una estructura estable que ha salvado y mantenido la integración social, la reproducción de los referentes culturales en cada generación y la transmisión de la herencia simbólica.

La experiencia ritual no dice de manera directa y explícita lo que quiere decir, sino que construye un contexto simbólico cargado de mensajes que contrastan con la experiencia cotidiana, que pueden parecer incomprensibles e incluso absurdos a los participantes de la ceremonia, sin embargo, son cruciales para la eficacia de la conservación cultural. En efecto, el contexto social particular en el que se recrea, está cargado por un conjunto codificado de prácticas normativas y por un fuerte valor simbólico para sus actores y espectadores que lo transforma en sí mismo en un espectáculo que “pone en escena la vida social”, al decir de Levi-Strauss, y que por lo tanto, sin el rito la vida social pierde sentido, porque es en ella donde encuentran su eficacia social. Más aún, es en el ritual donde se agregan múltiples contenidos como el saber, la moral, lo sagrado, la reproducción, el cambio, el poder o la rebelión, disolviendo dicotomías e integrando creencias y actuaciones, el hacer y el decir, muchas veces una válvula de escape para la subversión y el cambio para que todo siga igual.

El rito en tanto que forma y substancia cultural posee la capacidad para responder a las exigencias simbólicas de la sociedad postmoderna, para renovarse y adaptarse permanentemente a las expectativas de aquellos que reinventan sus formas. En tiempos de complejidad e incertidumbre lo que menos quisiéramos es que se derrumbaran nuestras creencias en las que estamos, cuando vemos el derrumbe de certezas, llega el virus que amenaza con la desaparición de nuestros rituales y ya no solo no podemos darnos las manos, rozar nuestras mejillas, despedir o velar a nuestros muertos, sino que mantenemos a distancia los unos de los otros, negándonos la acción reflexiva monológica, pero que tiene un profundo significado dialógico.

Nuestra cultura chilota ritualiza muchas de las relaciones sociales, las cuales a menudo tienen lugar en un contexto, creando formas, herederas de la tradición y en las cuales el pasado transmite saberes en modalidades de forma, favoreciendo la integración de una comunidad que se reconoce en el ritual y valida la eficacia simbólica de su permanencia y perpetuación.

A propósito de esta pandemia y el rito de la velada y sepultación nuestra poeta Rosabetty Muñoz nos dice: “Necesitamos los ritos, las ceremonias repetidas una y otra vez que llenan de sentido ciertos momentos, nos ayudan en una cierta comprensión del mundo. Especialmente sanadores, nos permiten un ritmo que expresa la relación con el tiempo. En estos días de pandemia, se vuelve difuso el transcurrir y nos hacen falta los pequeños gestos de estabilidad que hagan de anclas en medio del oleaje”. Rosabetty Muñoz en Guionb: Nos hacen falta los ritos Los ritos del buen morir.

Los ritos nos otorgan seguridades y el confinamiento a que nos ha remitido el virus nos ha negado de ellas, pero también ha cambiado nuestro comportamiento remitiéndonos a una inactividad intranquila, donde cada día gana más espacio la ansiedad, el insomnio, la angustia, la pena, la depresión. Este virus nos ha escondido detrás de mascarillas negándonos el rito más básico de reconocernos, aislándonos de nuestros familiares y amigos, no nos permite mirarnos a los ojos, y nos ha negado rituales apreciados como la conversación distendida, salir a tomar un café o una cerveza con los amigos, asistir a la misa o acto religioso de los domingos o al juego de pelotas por la tarde, como también, nos ha negado la celebración de los cumpleaños, las celebraciones institucionales y cívicas, todos ritos identitarios necesarios. Estamos perdiendo la comunidad como la hemos creado, mantenido y conocido; tendremos que recrear una nueva comunidad.

lunes, 22 de junio de 2020

La nueva confianza

Mucho escuchamos y leímos sobre la necesidad de recuperar la normalidad perdida, también de la necesidad de una nueva normalidad y ahora último, de recuperar la confianza. Si, la normalidad y la confianza que teníamos, que nos teníamos, en la cual vivíamos y convivíamos. Sin embargo, hay malas noticias: a pesar de todos los esfuerzos que se realicen editorializando sobre aquello, no recuperaremos lo que antes teníamos y hemos perdido, porque lo que antes existía y denominábamos como normalidad y confianza, nunca fueron aceptadas como tales sino con altos niveles de imposición; nunca gozaron de la salud suficiente como para ahora extrañar su ausencia y desear su vuelta tal como eran. Así es, la nueva normalidad que por estos días se promueve y profetiza, como la confianza que se espera recuperar, requieren necesariamente de nuevos términos que precisamente den nacimiento a una nueva confianza.

Muchas investigaciones nos han estado señalando que la confianza institucional tiene una estrecha relación con el buen desempeño que se espera de las propias instituciones para satisfacer las demandas de los ciudadanos (Baker, 2008González de la Vega et al., 2010Hiskey & Seligson, 2003Morales Quiroga, 2008Price & Romantan, 2004). Pero también, que la baja confianza institucional se encuentra asociada con la ineficacia del gasto público (Baker, 2008) y con la corrupción, y como un círculo vicioso, fortalece la mala evaluación de la gestión institucional (González de la Vega et al., 2010).

Nada de promisorio para los llamados que se realicen para recuperar las confianzas perdidas si a la vez la ciudadanía no cambia su evaluación de las instituciones que se espera que con su desempeño eficiente, generen confianza e instalen una nueva realidad fundada precisamente en ella. Esto es sumamente importante considerar como condición para la nueva normalidad, pues la confianza es una variable que explica una variedad de fenómenos, como el orden social justo, el orden político participativo, la transparencia de los mercados y de la gestión pública, la equidad en las relaciones laborales, hasta la satisfacción en las relaciones personales. Entonces, si queremos una democracia con instituciones valoradas por la ciudadanía, tenemos que establecer nuevos estándares que nos permitan una evaluación a la luz del grado de satisfacción de las demandas ciudadanas.

Al mismo tiempo, la confianza social es indispensable para el desarrollo de cualquier sociedad ya que posibilita la cohesión social, los procesos de interdependencia, la cooperación, la conexión social, la acción colectiva y la tolerancia entre los ciudadanos (Bakker & Dekker, 2012Delhey, Newton & Welzelc, 2011Reeskens, 2007Rousseau et al., 1998You, 2012). Además, se la concibe como un indicador de desarrollo cívico y se la asocia al crecimiento económico y a una buena gestión gubernamental del país (Bjørnskov, 2012Dingemans, 2010Ferullo, 2004).

Entonces, una nueva confianza se fundará en la contribución para la construcción de relaciones predecibles con uno mismo, con los demás y con las instituciones políticas y sociales, lo cual repercutirá directamente en la calidad de nuestra vida, ya que cuando aprendemos a confiar, al mismo tiempo adquirimos esperanza, lo cual incrementa o disminuye nuestra percepción de vulnerabilidad, constituyendo un indicador emocional del grado de fragilidad con que nos percibimos y de las instituciones y sociedad en que vivimos. A nivel social, la confianza en las instituciones cumple un rol fundamental, ya que condiciona la confianza social de los ciudadanos; cuando las instituciones propician un marco de legalidad, políticas de equidad social y justicia las personas se sienten seguras en sus intercambios con los demás y sus políticas institucionales generan la percepción de que los actores institucionales son capaces de minimizar el oportunismo y fomentan la creencia y la expectativa de que los demás son confiables.

Si las empresas quisieran construir una nueva confianza con los consumidores, deberán hacerlo eliminando la letra chica y el abuso característico en los tiempos de normalidad; si los políticos quisieran una nueva confianza con sus electores, tendrán que hacerlo con transparencia y coherencia entre su discurso y sus actuaciones; si los empleadores quisieran  una nueva confianza de sus trabajadores, deberán compartir los riesgos y beneficios de la gestión empresarial. El mejor ejemplo de esa nueva confianza nos la están dando los profesionales de la salud durante estos días: cuando concurren a salvar a quienes se han contagiado, comparten el riesgo con sus pacientes, cuando los salvan de morir les aplaudimos y agradecemos, pero cuando no lo logran, también valoramos el esfuerzo que realizan para evitar el contagio y la muerte, porque antes se han comprometido en lograrlo.

¿Seguimos compitiendo o comenzamos a cooperar?

El neodarwinismo sostiene las teorías de la evolución vía selección natural, desecha las cláusulas lamarckianas y asume un concepto poblacional, plantea la evolución como un proceso de cambio gradual de las frecuencias génicas en el seno de las poblaciones, cuyos mecanismo motores son la mutación, la migración, la deriva génica y la selección natural.

Sin embargo, sabemos que las mutaciones genéticas son incapaces por sí solas de producir cambios direccionales o de anular efectos selectivos, además de tener efectos desorganizadores, como también que el ADN es extremadamente estable, sus mecanismos de revisión y reparación de errores son altamente eficaces por lo que no hay tiempo material en la historia de la evolución para que las mutaciones hayan proporcionado el material para la enorme variabilidad presente. La migración tiene repercusiones biológicas al producirse aislamientos que pueden generar divergencias, pero también es insuficiente para explicar el conjunto de la evolución. La deriva génica, como cambio aleatorio en las frecuencias génicas de una población pequeña y genéticamente aislada, explica la variabilidad de las poblaciones, pero no es extrapolable a la escala evolutiva. La selección natural es la responsable de canalizar los cambios introducidos por las mutaciones en función de la mortalidad y la fecundación diferencial, pero su capacidad de actuación se limitaría a lo que la propia palabra indica: “selección”, por lo que el establecimiento en la población de los alelos más aptos, significaría encontrar un elevado grado de homocigosis (copias similares) en la naturaleza, pero esto no es así.

Sabemos que toda actividad mental se efectúa en un contexto social y que toda obra científica está sometida a dichas influencias culturales, recordemos que el propio Darwin reconoce la influencia que ejercieron sobre él los escritos de Malthus y que su Teoría de la Evolución es, en esencia, la teoría económica de Adam Smith transferida a la naturaleza. De este modo, extrapoló la “ley de la competencia” que gobierna en el libre mercado, al mundo natural. La teoría “científica” de Adam Smith establece que es el egoísmo individual el motor de las relaciones y de los comportamientos humanos. Darwin aunó esta idea, con las de la lucha (léase competencia) por la supervivencia (Malthus) y las proyectó al comportamiento de la naturaleza, dibujando así un panorama de lucha encarnizada entre los individuos para sobrevivir y así evolucionar. Por lo tanto, la teoría en la que se fundamenta la biología evolutiva es hija de una serie de circunstancias ideológicas de una época y una sociedad concretas, y no una firme verdad como se pretende hacer creer.

Las consecuencias sociales, culturales y filosóficas de esta visión han sido catastróficas para la humanidad permitiendo que muchos hayan asumido que su vida es una perpetua lucha con sus semejantes y que las injusticias individuales y sociales son una consecuencia necesaria e inevitable de la selección natural, porque hemos justificado la economía, la política y la sociedad, a pesar que cada vez se hace más evidente que no sólo la competencia no predomina en la naturaleza, sino que nuestra vida en la tierra es absolutamente incompatible con esta visión. Así nos hemos mantenido en un círculo vicioso de los acontecimientos históricos, cuyo predomino de una mentalidad competitiva nos está destruyendo, pero también nos ciega para ver la salida de este verdadero bucle mental.

En efecto, la teoría más aceptada sobre el orígen de la vida en la tierra nos dice que una serie de moléculas orgánicas habían podido evolucionar reuniéndose para formar sistemas que fueron haciéndose cada vez más complejos, surgiendo las células eucariontes por asociación cooperativa entre bacterias y quedando sometidos a las leyes de la evolución. Por tanto, desde el origen, ningún organismo viviente es independiente, todos forman parte de la red de interacciones nutritivas y el intercambio energético multidireccional es el telón de fondo en el que surge y evoluciona la vida hasta nuestros días; a partir de ahí, los organismos existen porque interaccionan, ningún ser vivo (y por tanto ninguna especie) sobrevive si no interacciona, si no coopera, y que en lugar de la lucha, es la cooperación quien conduce al desarrollo de las facultades intelectuales y de las cualidades morales que aseguran a tal especie las mejores oportunidades de vivir y propagarse, demostrando que de ninguna manera los "más aptos" son físicamente más fuertes, más astutos o más hábiles, sino aquellos que mejor saben unirse y apoyarse, tanto los fuertes como los débiles, para el bienestar de toda su comunidad, espacio en el cual se reune la mayor cantidad de miembros que simpatizan entre si y que dejarán una mayor cantidad de descendientes.

La sociabilidad, la comunicación y la capacidad de vivir en grupos, de transmitir conocimientos a las generaciones sucesivas constituyen la esencia de la cooperación, práctica cultural que permitió al ser humano sobrevivir a las adversidades de la naturaleza, a pesar de la fragilidad de su organismo, justamente por tener la capacidad de sociabilizar y transmitir cada una de sus experiencias a las generaciones posteriores, que las perfeccionan y crean sobre lo creado. Sin embargo, hoy en día, aquello que posibilitó la continuidad de la especie humana pasa a ser una amenaza en su aspecto individual: el ser humano teme, agrede y compite con el otro de su propia especie; la interacción social da lugar a la tensión social.

Sócrates dijo que “la ciencia consiste más en destruir errores que en descubrir verdades”. A lo largo de su historia la humanidad ha ido destruyendo “creencias” anteriores y moldeando nuevas, algunas asumidas como verdaderos traumas. Ortega y Gasset escribió que “la ciencia es todo aquello sobre lo que siempre cabe discusión”, hoy algunos historiadores y filósofos nos han estado adviertiendo que no es la primera vez que sucede, que se pueden distinguir algo así como “ciclos de racionalidades”. Tal vez este es uno de esos momentos coyunturales de la historia en el cual desechamos la racionalidad competitiva y nos reencauzamos para volver a ser mas cooperativos, solidarios y compasivos, valores y prácticas que nos permitirán tener esperanza, sobrevivir y, al mismo tiempo, enseñanzar y transmitir estos principios a las nuevas generaciones.

domingo, 24 de mayo de 2020

La escuela del mundo rural

Si hay un sector para el cual la escuela es la institución más importante, ese es el rural.

En lo que se denomina como el mundo rural la escuela es el espacio más dinámico, en ella se desarrollan por supuesto las actividades educativas, pero también las culturales, se manifiestan las interacciones y relaciones sociales, se concreta la participación comunitaria. Por eso el confinamiento riguroso ha derivado en un empobrecimiento comunitario, ya que la cohesión expresada a través de las reuniones de los fines de semana, en los clubes deportivos y ceremonias religiosas, así como las de los clubes de adulto mayor, población cada vez más significativa, han desaparecido y con ello una cultura de la cercanía que se expresa en diversas formas de compartir. Para este mundo la escuela rural es una institución única, tiene una estructura pedagógico-didáctica basada en la heterogeneidad, en la diversidad de niveles educativos que posibilita la convivencia de estudiantes de distintas edades y capacidades, con diferentes competencias curriculares en el marco de una estructura organizativa y administrativa adaptada a sus necesidades internas, es inclusiva; goza de una suerte de entramado que representa un marco de valores que permanentemente se va reconfigurando al ritmo de los cambios que sufre su entorno, a la emergencia de una nueva ruralidad donde conviven la actividad predominantemente agraria ganadera con nuevas de carácter recreativo, turístico y residencial, planteando nuevos desafíos a una institución que se resiste a someterse a la estandarización.
 
Los estudiantes y docentes extrañan sus escuelas, pero temen reencontrarse. Saben de su condición vulnerable y que las medidas para imponer el distanciamiento social y físico resultan difíciles de mantener por tiempo prolongado debido a la urgente necesidad de recuperar esta cercanía, detener la crisis de convivencia, el miedo al contagio y la desconfianza. Es en el mundo rural donde las tecnologías de las comunicaciones han develado su precariedad haciendo imposible la vinculación virtual permanente, ha dado pié al predominio de las funciones básicas del WhatsApp o rescatado la importancia de la fotocopiadora; el mensaje de voz y el papel con instrucciones, ejercicios y correcciones, constituyen el vinculo didáctico más efectivo y estrecho en la relación de las comunidades educativas. Por eso entendemos lo que ha significado para miles de comunidades rurales a lo largo de nuestra región que sus escuelas estén cerradas.

Es en el mundo rural donde se constata que la escuela es presencial o no es. La virtualidad podrá constituirse en un instrumental de apoyos, pero la relación humana no podrá suplantarse; podrá la virtualidad constituirse en una alternativa pero no en la normalidad y las insistentes aspiraciones del homeschooling de desplazar a la escuela presencial no superarán el marketing porque no rescata a los niños y niñas de las actividades productivas con que el mundo rural les atrapa a través de las innumerables tareas cotidianas de la economía campesina o de ser mano de obra de la agricultura extensiva o el uso intensivo característico de la ganadería. La escuela rural presencial hoy es garantía para el ejercicio de los derechos y seguridad emocional de los niños y niñas, así como antes fue el instrumento de ampliación de sus derechos y bienestar social.

Pero también el aprendizaje en común es parte de la normalidad comunitaria y presencial, la escuela rural es instrumento clave para defender y garantizar la identidad colectiva, conservar el patrimonio natural e histórico, asume la responsabilidad como mecanismo de resistencia cultural al valorar el saber local que en numerosas ocasiones ha sido desplazado por otros de mayor reconocimiento político y mediático, al recuperar y conservar las tradiciones y los valores de su localidad, al profundizar en el conocimiento de la historia de los pueblos, los códigos culturales concretos, las formas de relacionarse, las costumbres, el estilo de vida. En definitiva, la escuela y sus agentes desempeñan una función crucial en la creación de un espacio educativo para que las peculiaridades locales puedan tener cabida y expresarse en la construcción y fortalecimiento de la identidad individual y colectiva de la comunidad educativa, al recuperar la memoria, al reconstruir la cultura y revalorizar la ruralidad, resistiendo el proceso homogeneizador y hegemónico al que nos somete la globalización.

En definitiva, la pantalla no es la escuela.

miércoles, 6 de mayo de 2020

Los cambios que (se nos) vienen

No soy de los que cree que una nueva sociedad surgirá de las cenizas que dejará esta pandemia, una humanidad que cambiará todas sus convicciones para señalar una nueva ruta hacia un porvenir distinto, pero si tengo la esperanza de que a lo menos revaloremos nuestras prioridades y sean menos las mezquindades que las virtudes las que se alcen fortalecidas.

I am not one of those who believes that a new society will emerge from the ashes that this pandemic will leave, a humanity that will change all its convictions to point out a new route to a different future, but I do hope that at least we will reassess our priorities and be less the pettiness that the virtues the ones that will raise strengthened. 

Aún cuando parezca temprano escribir acerca de las características que las relaciones humanas asumirán en el tiempo de la post pandemia, pareciera que ya comienzan a configurarse algunas de ellas, pero habrá que esperar aún un tiempo para tener la certeza de cuáles la definirán. En principio, parece evidente que habrá una revalorización de las formas de comunicación, de trabajar y convivir, las que abarcarán todas las dismensiones sociales, desde aquellas más nimias hasta las más sofisticadas y complejas. Uno de estos cambios que comienza a reconfigurarse es una revalorización de las actividades laborales, otorgando nuevos sentidos a la contribución que realizan trabajadores que reciben pagos modestos pero que, en cambio, realizan tareas esenciales y que a menudo implican un riesgo de su propia seguridad sanitaria, trabajadores que se encuentran fuera del círculo privilegiado de las profesiones y cuya consideración bien puede significar una renovación valórica al colocar en evidencia nuestra dependencia, la desigualdad más allá de los gráficos y su contribución al bien común y bienestar general. El credencialismo característico de nuestra sociedad, que no solo distribuye honores sino también recompensas monetarias, a lo menos, debiera ser revisado con criterios de responsabilidad social.

Tal vez, los sectores más abordados han sido los de educación y salud. El sector de la salud pública ya comienza a sufrir transformaciones evidentes que delinean el perfil que adquirirá en el futuro próximo. En primer lugar, un mundo que presumía de la inevitabilidad de su cercanía en las relaciones personales, donde médico y paciente eran centrales para definir los recursos y servicios complementarios, ya no lo será con la misma fuerza y deberá dar mayor protagonismo a la telemedicina y el vasto mundo de las aplicaciones en los servicios asociados como son las consultas y el control de tratamientos, pero también abriendo oportunidades para que la relación entre profesionales se virtualice con el propósito de coordinar acciones de mejora en la gestión de los establecimientos y de las capacidades de los profesionales y técnicos, amén de una mejor distribución de las compensaciones internas. En segundo lugar, asumir lo anterior implica la exigencia de nuevos equipamientos para los establecimientos de salud, como serán la centralidad de puestos y salas de video conferencias y conexiones wifi para facilitar esta labor, como también las nuevas formas de gestión más horizontales y colaborativas que se anuncian indispensables. Ello ya debiera ir fijando las prioridades de inversión en el sector, de manera que podamos enfrentar los próximos desafíos con mayor celeridad.

En el sector educativo hemos transcurrido desde las discusiones de cómo continuábamos ofreciendo los servicios educativos a los estudiantes, cómo mejorábamos los dispositivos de apoyo y adecuábamos nuestras concepciones didácticas a una virtualidad medianamente conocida pero insuficientemente implementada, hacia el abordaje de los lineamientos de cómo serán tanto la vuelta a la presencialidad y cuáles serán los sentidos de la educación del futuro. Y aquí también han surgido a lo menos dos temas esenciales, uno producto de su ausencia y el otro debido a su presencia. En efecto, pareciera que hay una revalorización del vínculo presencial con el docente que hoy se extraña y con ello de una humanización necesaria de los procesos formativos y de los sentidos que ésta importa; y de manera contrapuesta, el debate acerca de cuánto de virtualidad se queda e incorporamos a los procesos y a la institucionalidad educativa. Esto significa que debemos reflexionar con una urgente profundidad acerca de los auténticos sentidos de las formaciones valórica y profesional, de las nuevas prácticas del ejercicio profesional docente y del rol que tendrán las tecnologías informáticas y comunicacionales en la cotidianeidad y en la formación virtual. Diversos estudios ya han señalado que más de la mitad de los docentes no se encuentran preparados para abordar la educación virtual, pero también, ha quedado al desnudo la insuficiente cobertura y estabilidad de la conectividad en todos los rincones del país; las compañías y el gobierno deberán sentarse a diseñar nuevas estrategias que permitan asegurar una conexión efectiva para todos los ciudadanos con una mirada de equidad social y territorial.

No soy de los que cree que una nueva sociedad surgirá de las cenizas que dejará esta pandemia, una humanidad que cambiará todas sus convicciones para señalar una nueva ruta hacia un porvenir distinto, pero si tengo la esperanza de que a lo menos revaloremos nuestras prioridades y sean menos las mezquindades que las virtudes las que se alcen fortalecidas.

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miércoles, 8 de abril de 2020

Líderes educativos para tiempos de incertidumbre

Este momento de incertidumbre requiere de líderes que ayuden a mirar la complejidad de los sistemas que gobiernan nuestro mundo, pero también que sean guías para la formación de los futuros líderes ciudadanos que tendrán que vérselas con problemas más exigentes y será en ellos en quienes descansará buena parte del futuro de parte de la actual generación y de las que vendrán. 


This moment of uncertainty requires leaders to help look at the complexity of the systems that govern our world, but also to be guides for the education of future citizen leaders who will have to deal with more demanding problems and it will be in them that a good part of the future of the current generation rests and those who will come.


Las crisis, además de calamidades, traen oportunidades. Más aun en contextos de cambios como los que estamos viviendo en este siglo, donde la ambición de muchas personas, organizaciones y países ya no es ser solamente una excepción en su entorno o área de disputa, sino que ser excepcional, ser el mejor indiscutido y aspirar a estar al tope del ranking de turno; donde poco nos preocupa que los cambios que abordamos transformen nuestra identidad a tal punto que el futuro deseado ya nada tenga que ver con nuestro pasado; y si bien hemos estado viviendo en crecientes grados de incertidumbre y de desafíos problemáticos que demandan soluciones cada vez más complejas, la pandemia en curso, a la cual todos estamos tratando de hacer frente, ocurre en un ambiente de ambigüedades sin precedentes.

Lo anterior pareciera ir contra la tendencia que en educación a menudo se utiliza para entender los fenómenos: simplificando y separando los conceptos para ayudar a los estudiantes a acceder a contenidos desafiantes. Sin embargo, la complejidad generalmente involucra componentes del sistema que no se pueden simplificar de esta manera, porque romper un sistema en partes puede distorsionar nuestra comprensión de las interconexiones que rigen el comportamiento del mismo. Por eso, para muchos estudiantes, la consistencia de su día típico ha cambiado abruptamente y aparentemente sin una fecha de finalización clara, generando crecientes grados de incertidumbre y angustia.

Esto en si mismo constituye un reto para los sistemas educativos y sus instituciones escolares, y por ende para académicos y docentes, como es ayudar a los estudiantes a comprender por qué los profesionales médicos aconsejan precauciones como el cierre de escuelas y universidades y el distanciamiento social, siendo una oportunidad para definir una estrategia que les enseñe a pensar en la complejidad de los fenómenos sociales y en los cuales debieran estar ocupados hoy, más que en cumplir con contenidos que se transforman en irrelevantes y sin sentido a los ojos atónitos de quienes no alcanzan a establecer una coherencia que los involucre y que más bien entorpece la aprehensión de un mundo posible, reemplazado por uno cargado de explicaciones sino catastrofistas, conspirativas.

Ello constituye un nuevo desafío para los líderes educativos, quienes tienen la oportunidad de acercar la complejidad a los estudiantes para disminuir la incertidumbre, por ejemplo, señalando que constituyen como causas distribuidas que el control central de los gobiernos puede ayudarnos a abordar la pandemia, pero cuyo éxito depende de muchos actores distribuidos por todo el planeta, que es lo mismo que cuando se pretende el silencio de la sala de clases sin la colaboración de todos; que el contagio no responde a la matemática aditiva sino que nuestra interacción conduce a un crecimiento exponencial hasta volverse virales; que esta misma dinámica responde a una estructura ramificada provocando grandes cambios en periodos cortos de tiempo y que de persistir dichos comportamientos, nos encontraremos con resultados sinérgicos, más allá de la propia estructura ramificada, desencadenando una emergencia, una situación incontrolable, donde quienes ven a unos volcarse a los supermercados, les siguen hasta provocar desabastecimiento; o la concepción de los estados estacionarios dinámicos tanto en nuestras vidas como en los grandes eventos, que nos invitan a actuar para dar respuesta a las necesidades de equilibrio sistémico para vivir y sobrevivir.

Este momento de incertidumbre requiere de líderes que ayuden a mirar la complejidad de los sistemas que gobiernan nuestro mundo, pero también que sean guías para la formación de los futuros líderes ciudadanos que tendrán que vérselas con problemas más exigentes y será en ellos en quienes descansará buena parte del futuro de parte de la actual generación y de las que vendrán. Yuval Noah Harari, en “21 lecciones para el siglo XXI”, ante la magnitud de los cambios que estamos enfrentando se (nos) pregunta: “¿Cómo prepararnos y preparar a nuestros hijos para un mundo de transformaciones sin precedentes y de incertidumbres radicales?; ¿Qué tipo de habilidades necesitará para conseguir trabajo, comprender lo que ocurre a su alrededor y orientarse en el laberinto de la vida?”.

Así como en estos días, ante la avalancha de información acerca de la pandemia del Covid-19, se nos sugiere confiar en la opinión de los expertos médicos y no en otros opinantes por muy bien intencionados que sean, en educación, desde hace tiempo también se nos viene señalando que para enfrentar adecuadamente los desafíos que nos plantea la incertidumbre de vivir tiempos complejos, las instituciones educativas deben seguir la opinión de los educadores que con insistencia vienen señalando que debemos concentrar nuestros esfuerzos en desarrollar en los estudiantes de hoy el pensamiento crítico, las habilidades de comunicación, de colaboración y de la creatividad. Tal vez, esta sea suficiente tarea para nuestro sistema educativo en estos días complejos.

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Las oportunidades de esta crisis